Poder evangélico en la política de Brasil | El Nuevo Siglo
Foto archivo AFP
Sábado, 16 de Febrero de 2019
Giovanni Reyes

La frustración producto de lo que ha sido el decaimiento de logros sociales, luego de cierta mejora en la calidad de vida que se había alcanzado por grandes sectores poblacionales en Brasil, además de la decepción en cuanto a la corrupción divulgada de líderes tradicionales, hizo posible que los brasileños llegaran a elegir como presidente, al exmilitar Jair Bolsonaro.  Uno de los factores que explican también el ascenso al poder del actual mandatario desde Brasilia, es la votación y la presencia política de los grupos evangélicos neo-pentecostales en la sociedad brasileña.

Como se recuerda, han sido, en lo fundamental, tres las escisiones que ha tenido el cristianismo católico. La primera de ellas ocurre oficialmente a partir del 16 de julio de 1054 y da origen a la iglesia católica, apostólica-ortodoxa, la que tiene actualmente mayor presencia en Europa del Este, en Rusia y varios de los lugares que integraron hasta 1991 la ex Unión Soviética.  La segunda separación tiene su punto de inflexión el 31 de octubre de 1517 con el movimiento de las iglesias protestantes, iniciado por Lutero.

 

La tercera gran separación de los católicos tiene sus raíces desde mediados del Siglo XIX y se refiere a los movimientos neopentecostales, los que han tenido un decidido apoyo de Estados Unidos.  Este respaldo se intensifica en particular, luego del Concilio Vaticano II (CVII) evento a partir del cual la Iglesia Católica enfatiza la incorporación de la Teoría Social de la Iglesia y la Opción Preferencial por los Pobres.

 

Brasil, junto a Guatemala, El Salvador, Honduras, Colombia, Costa Rica, Perú y hasta cierto punto Chile y Argentina, ha visto crecer de manera significativa el movimiento neo-pentecostal.  Entre otros factores, un distintivo de estas iglesias -en donde las interpretaciones de la Biblia son más bien asunto personal de pastores y feligresía- ha sido la apuesta por una “teología de la prosperidad”.  Se trata de la individualización, y de la conformación de comunidades relativamente cerradas, de apoyo mutuo.

Ante la crisis de muchos países, incluido Brasil -luego de la baja en los precios de las exportaciones- y la decepción de líderes y de sacerdotes -véase la tragedia de la pederastia- los neopentecostales le apostaron fuerte a Bolsonaro. El movimiento neopentecostal tiene cobertura en casi un 34% de la población de Brasil; cifra significativa, cuando se sabe que eran un 5% en 1950.

De conformidad con datos ofrecidos por el investigador Franck Gaudichaud, la presencia de neopentecostal se ha diversificado, llegando a tener notable participación en el poder económico y político de Brasil y de otros países.  Se les asocia a trabajadores y ejecutivos de grandes corporaciones.  En el gigante de América del Sur, son evidentes los apoyos y los vínculos estrechos con el sector de agro-negocios.  Se les ha llegado a identificar con una trilogía de indicadores: “carne de vaca, biblia y balas”.

Por lo general se trata de posiciones muy conservadoras, en donde se establece un apego irrestricto a la ley, al cumplimiento de normas sociales sin mayores innovaciones y en la política se privilegian los planteamientos simplistas del orden, del uso de la fuerza pública.  Se trata de narrativas e interpretaciones que se exponen a manera de “marketing” en contiendas políticas que no dejan de ser concursos de popularidad.  Se tiene en estos casos, una dosis significativa de populismo de derecha tanto en el caso de Brasil, con Bolsonaro; como en el de Estados Unidos, con Trump y su personalísimo estilo de gobierno.

No es que los dirigentes neopentecostales no tengan acusaciones o planteamientos por demás controversiales. Los tienen y son variados.  A muchos de ellos, directamente vinculados con las iglesias se les ha reconocido como “narco-pastores”, toda vez que las iglesias -generalmente exentas del pago de impuestos- han sido señaladas reiteradamente como mecanismos de lavado de activos.

En Brasil, el alivio de la pobreza se vio fortalecido por programas de gobierno de naturaleza asistencial. Entre ellos se estableció la iniciativa “Hambre Cero”, se implementó la dotación “Bolsa Familia”, y el salario mínimo se habría llegado a cuadruplicar en la década que siguió al año 2000.  A todo esto, Brasil llegó a controlar con mucha eficacia la inflación.  Un fenómeno que se comía rápidamente el ingreso de los trabajadores en particular en la década de los años noventa del siglo pasado.

Pero las cosas cambiaron. Los avances en calidad de vida se estancaron o abiertamente retrocedieron, salieron a la luz pública los escándalos de corrupción y procesos políticos del más alto nivel se llegaron a cobrar la cabeza de la primera mujer presidente del país: Dilma Roussef (1947).

Ese es el escenario que le permite a Bolsonaro beneficiarse de un voto que tuvo dos rasgos: castigo contra políticos tradicionales, y también voto útil.  Se vota en la perspectiva de apoyar al ganador.  Es la sensación de ser partícipe del buque bandera que aventajará a los otros en un proyecto nación que casi nadie conoce, pero que es ganador.

Pero más allá de formas y superficies, los problemas se extienden y cobran mayor gravedad.  Es cierto que los grupos neopentecostales, con su mayor disciplina y cohesión han ido fortaleciéndose en ser sectores clave para un posicionamiento político de partidos y candidatos. Pero los factores siguen generando cauces profundos para sus dinámicas. Una ilustración: Brasil, como otros países de Latinoamérica, continúa desmantelando su industria. Tiene un evidente proceso de reprimarización de sus exportaciones. Esos son temas de fondo para el bienestar, que pocas veces son atendidos.

 

(*) Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor de la Universidad del Rosario.