Ming Pei: 102 años de pureza arquitectónica | El Nuevo Siglo
Foto archivo AFP
Sábado, 18 de Mayo de 2019

LA PUREZA de las líneas de Ieoh Ming Pei no tuvo barreras. Nacido en 1917 en Cantón, China, este arquitecto, fallecido el jueves pasado a sus 102 años, rompió los esquemas de tiempo y espacio, convirtiéndose en uno de los promotores del modernismo en la arquitectura.

Para muchos, Pei fue el mejor arquitecto de Siglo XX, solo superado por Frank Lloyd Wright y Le Corbusier. Su vida transcurrió entre China y Estados Unidos, dos países que influenciaron sus largos años de creatividad.

En China, acompañado de su madre, solía ir a templos budistas, que lo marcaron por la sutileza de sus líneas, algo muy natural de las edificaciones en extremo oriente. La vida, sin embargo, lo llevó a migrar a Estados Unidos tras la llegada de los comunistas, que derivó en la quiebra de su padre, el director del Banco Central de China.

De ser un joven acomodado, Pei migró a territorio norteamericano con poco más que una idea clara: estudiar diseño en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Allí descubrió la Bauhaus, movimiento del arte que influyó directamente en la arquitectura, a través de las clases de Walter Gropius, fundador e ícono de esta tendencia.

Modernismo

Pei fue, como en la filosofía Isaiah Berlín o en la música clásica Igor Stravinsky, un hombre del Siglo XX. Vivió dos guerras mundiales, la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín, hechos que, posiblemente, marcaron su obra, tan alejada de la política y la condescendencia con los gobernantes.

Aunque evitó asumir compromisos políticos con sus obras, diferenciándose de los padres del modernismo arquitectónico, los seguidores de la Bauhaus, que hicieron un llamado por reconceptualizar los espacios, el consumo y el rol de la mujer, Pei nunca sintió que sus obras tuvieran intrínsecamente que significar algo alejado de la manifestación artística.

Encantó, sin necesidad de densos manifiestos, a los ciudadanos que han contemplado sus edificios. Esto se debe a su forma de ver la arquitectura: un vínculo entre espacio y tiempo; si era ajena al segundo, terminada siendo efímera.

Influenciado por sus orígenes, fue un obsesionado de las líneas, muchas veces prolongadas, perfectas, que generaban una sensación de continuidad que nunca moría en sus edificios. Estos, sin embargo, nunca perdían de vista su eficacia funcional, marcada por el “estilo internacional” que heredó de Gropius.

Para construir, siempre priorizó materiales pesados y formas abstractas, que generaran en el observador una sensación, al menos, de extrañeza. Materiales fríos, como acero, cementos y vidrio, siempre estuvieron presentes en sus edificios, que, sin embargo, no solían repetirse entre unos y otros; podían ser rectangulares, puntiagudos, ovalados, piramidales. Cambiaban.

De ahí que, inaugurándose en el mundo de la gran arquitectura, edificó su primera gran obra, en 1956, el Mile High Center, en Denver, Colorado. En adelante, no paró de construir en Estados Unidos, donde tuvo el respaldo de la clase política y cultural para explorar en medio de la Guerra Fría, en la que la manifestación pública del poder solía darse en las edificaciones.

Concreto y vidrio

Las muestras de concreto duro y grisáceo se convirtieron en su obsesión. Lejos del clasicismo norteamericano, aplastado por los rascacielos que ya yacían en Chicago o Nueva York, Pei construyó con su firma “I. M. Pei & Associates” proyectos iniciales como el  Kips Bay Plaza en 1963  y las Silver Towers en Nueva York en 1967.

Pero su estilo, abstracto, fino, pero lleno de concreto –ejes difíciles de conciliar- no tuvo problema en cohesionarse con los criterios estéticos de otros países. Pei nunca creyó que la arquitectura tuviera si quiera algo que ver con un país o con una tendencia cultural. De lejos, pudo certificar que en Medio Oriente, en Berlín o en Hong Kong, también se podían valorar sus estructuras.

A tal punto que, unos ocho años después de haber regresado a China (1974), Pei fue el encargado de construir la nueva sede el Banco de China en Hong Kong, una obra con matices sentimentales. En 2003, en Berlín, dejó, como si hubiese sido el constructor original, un anexo icónico del Museo Histórico Alemán.

Pirámide del Louvre

El vacío que dejó Le Corbusier no fue fácil para el pueblo francés. Tras morir en 1965, la arquitectura de ese país sintió que había quedado huérfana, a pesar de centenares que se declararon sus discípulos.

En los 80, luego de la llegada del socialista Francois Mitterrand, Pei fue designado para construir una osada obra: la entrada al Museo del Louvre. Lejos de querer congraciarse con los defensores del estilo republicano que domina París, el chino estadounidense empezó a edificar lo que al final terminaría siendo una gran pirámide de vidrio.

Cinco años antes, Mitterrand había quedado obsesionado por una impresionante obra en Washington, el National Gallery. Consciente de lo que le esperaba, se la jugó por Pei, dándole toda la libertad de creación, quien definió el Louvre como “un museo extraño con una entrada invisible por ser lateral. Hay que darle una entrada central”.

Entonces, primero puso la rampa de la entrada y luego, poco a poco, empezó a edificarse la pirámide, la cual ha generado numerosas diferencias entre los parisinos, tan así que 30 años (2013) después el exministro francés de Cultura decía: “Sigo sorprendido por la violencia de los opositores”.

La pirámide del Louvre lo llevó el mismo año en que se levantó, 1983, a ganar el nobel de la arquitectura, el premio Pritzker, uno de los muchos galardones que recibió.

Tras 102 años, Pei finalmente viajó entre la pureza de sus líneas, entre el sigilo de los trazos, entre la majestuosidad del concreto bien trabajado, dejando una obra invaluable y un mensaje: “La arquitectura es el espejo de la vida, únicamente necesitas dirigir la vista hacia los edificios para sentir la presencia del pasado, el espíritu del lugar”. Sin sus obras, no podríamos vivir.