Bolívar y la idea de Colombia | El Nuevo Siglo
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Domingo, 9 de Junio de 2019
Alberto Abello

EL coronel Simón Bolívar, de ojos de fuego, delgado, nervioso y de regular estatura, se agiganta en el tiempo a partir de su “exilio” en Cartagena, pese a perder la fortaleza de Puerto Cabello, salir a uña de caballo de Caracas, y, el ominoso esfuerzo de entregar al benemérito generalísimo Francisco de Miranda a los realistas de Monteverde y sufrir el despojo de su cuantiosa fortuna. Exilio relativo en cuanto Cartagena dentro del Imperio Español era una ciudad similar a las de la costa de Venezuela, donde la sociedad hablaba el mismo idioma y se tenían costumbres y tradiciones comunes.

La novedosa inspiración de Bolívar en Cartagena se consolida y se expande por Hispanoamérica con elocuencia, fuerza irresistible y dialéctica impecable. Refugiado en la hermosa ciudad amurallada, sin recursos y soñando en la libertad, frente al mar y bajo el cálido cielo azul, el joven oficial delira y lanza la hipótesis de fundar a Colombia, convencido de forjar una gran nación en nuestra tierra y de la que debían hacer parte Venezuela, la Nueva Granada, Ecuador y, posteriormente, Panamá.

 Unas pocas y graciosas damas están al tanto de sus proyectos y seducidas por su entusiasmo le van ayudar en el futuro a concretar sus magnos sueños. Lo mismo que lo consuelan por haber partido de Venezuela sin su amada Pepita Machado, a la que señalan de haber ejercido nefasto influjo en los nombramientos que hizo Bolívar por entonces. Pepita, como en las novelas románticas, muere cuando intenta atravesar la Nueva Granada para reunirse con su amado, que acusa en la dura soledad la fatal noticia.

El cálido afecto de las damas granadinas de la costa contribuye a curar sus heridas de guerrero y político frustrado, ansioso de la aprobación femenina y su química para renovar su sistema nervioso y reflexionar mejor. Bolívar no entiende la grandeza sin compartirla con la mujer amada, así nunca se vuelva a casar. Algunas son amigas entrañables y otras rendidas amantes, a las cuales les brinda su afecto balsámico. En tanto, ellas ejercen un poder benefactor sobre el hombre que habrá de dominar el escenario continental, hasta que aparece Manuelita Sáenz, que con su alegre juventud de amazona e inteligencia cortesana, belleza, gracia y audacia seduce hasta el éxtasis al seductor, convertida en la guardiana de su grandeza y un día en la Libertadora del Libertador.

No se concibe la gesta de independencia, tanto en el campo realista como en el de la Independencia, sin el concurso femenino y el instinto de solidaridad de la mujer, de la madre que entrega su hijo a los guerreros, de la dama que da el último beso al amado que de seguro va al encuentro de la muerte, de la viuda que bendice el hijo en uno de los bandos, mientras otro lucha en tan sangrienta y atroz guerra civil en el campo contrario. Como las intrépidas y alegres aventureras que sufren mil penalidades por seguir a sus hombres hasta las fronteras del campo de batalla y curan amorosamente a los heridos, algunas se visten de amazonas para combatir y matan o las matan o celebran en animados bailes y noches de amor la victoria. Son las innombrables heroínas de la gesta de independencia, que oculta y olvida el reporte costumbrista…Y sin las cuales no habría existido Colombia.

La aventura femenina es como la droga que hace sobrevivir a los adictos o la dama encantadora que por estar en sus brazos le salva la vida, como ocurre en una noche calurosa y estrellada de Jamaica cuando Simón yace colmado de dicha con una delicada flor de piel fina y ojos relampagueantes, mientras su edecán lo espera en su hamaca y se duerme. Hasta que de improviso el liberto de Bolívar, ingresa puñal en mano a la habitación y lo hunde varias veces en la humanidad de la víctima, convencido que es su antiguo amo y resulta que asesina al inerme y fiel edecán. Ese esclavo ingrato y codicioso, siendo un niño había sido liberado de las cadenas por Bolívar.

El aristócrata caraqueño hasta el momento es uno más entre los oficiales venezolanos que arriban a Cartagena, con una leyenda negra a sus espaldas por la derrota y el cargo de demorar sus tropas en situación embarazosa por seguir el llamado de unas faldas vaporosas en sus aventuras galantes, y que ofrece su espada para seguir la lucha, cuando la Nueva Granada se debate en la crisis política de la denominada por Don Antonio Nariño, patria boba. Por entonces los granadinos se dividen entre los que imitan el modelo político francés o el de Estados Unidos. Los imitadores granadinos de ambos bandos nunca entenderán del todo que Simón Bolívar ose plantear un sistema constitucional acorde con nuestras necesidades. Lo mismo le ocurre en casi toda la región, que siguen modelos políticos extranjeros a rajatabla y vacilan en reflexionar sobre sus males y plantear soluciones salidas de su caletre y experiencia política.

El Manifiesto de Cartagena de Bolívar, donde éste analiza la crisis que condujo a la ruina la Primera República de Venezuela y a la guerra intestina feroz y despiadada, como al ensayo de las doctrinas francesas de ilusos teóricos europeos, les parece subversivo a los realistas, peligroso a no pocos patriotas y apenas unos cuantos granadinos y venezolanos lo entienden. Cierta tendencia simiesca hispanoamericana en su desarrollo mental, determina a los protagonistas de la política a venerar el pensamiento foráneo en materia política y hasta hacerse matar por las ideas nefastas que importan sin analizarlas a fondo. Más entre esos políticos se dan unos pocos que en medio de la copia al calco de modelos políticos extranjeros o el intento federalista, descubren en el Manifiesto de Cartagena de Bolívar, una desafiante inspiración telúrica.

Entre los más notables figura Camilo Torres, el primer jurista de la Nueva Granada -como lo destaca Miguel Santamaría Dávila- quien al conocer el texto de Bolívar vislumbra el talento oceánico de su autor, lo atrae la grandeza de sus planteamientos y de inmediato intenta comunicarse con el inspirado soldado. Por lo pronto, el mando que le dan a Bolívar en Cartagena es casi afrentoso, defender  Barrancas, hoy Calamar -un enclave polvoriento al borde del río Magdalena, donde sobreviven con los bichos, las  iguanas y las víboras un puñado de pescadores en ruticas chozas- con la orden de su superior el general francés Pierre Labatut, compañero  de Miranda, de quedarse inmóvil en ese puesto de mando por donde no cruza la historia y donde padece un calor infernal, alejado de la acción y como desconectado de la sociedad. Otro, sin el recio carácter combativo y la genialidad del gran hombre, se habría derretido en el inmovilismo tropical, ausente en la nada y olvidado por la posteridad.